ANONIMIA FLUYENTE EN LA PINTURA DE JUAN ZURITA

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de pronto anochece.

Salvatore Quasimodo

 

 

 

 

En la ya lejana época que bien podemos identificar con la protohistoria del retrato fotográfico, el sujeto debía someterse, dadas las limitaciones técnicas del momento, a un extenso periodo de concentrada inmovilidad del que inevitablemente se derivaba la fijación rigurosa y cuasi ofensiva (por la persistente intromisión de la lente en los intersticios, y no sólo en la envoltura, de la condición física del personaje observado) de un retrato individualizado y distinto hasta lo insoportable, que no permitía equívoco alguno acerca de la naturaleza exacta del cuerpo –valga decir la materialidad notoria– inquisitivamente reproducida.

Esa desagradable violencia individualizadora (tan querida por los pintores partidarios del ritrarre en sentido casi lato, con cuantos matices puedan alegarse) quedaría desactivada mediante la revolucionaria irrupción de las imágenes instantáneas, que facilitan sobremanera la práctica menos beligerante de la imitación abreviada de aquellos aspectos materiales más claramente genéricos y alejados de las diferencias sustantivas, a la búsqueda de simular o fingir los deletéreos valores del alma –acaso esas cualidades próximas al aura latente– y mucho menos los aspectos contingentes del cuerpo del protagonista (siguiendo así a los pintores más propensos al imitare), posibilidad que pronto aumentó exponencialmente con la eclosión e imparable fortuna de las imágenes en movimiento y con el desarrollo de las técnicas y procedimientos de reproducción múltiple de unas y otras, virtualidades que han superando luego cualquier límite imaginable a través de la vertiginosa propagación ecuménica de las tecnologías de captación en tiempo real y transmisión masiva e inmediata del ya para siempre infinito e inconmensurable universo estático y sobre todo móvil de los retratos y las imitaciones, de la copia o la simulación, de la inquietante presencia física del individuo diferenciado a la vagarosa subjetivación emocional de los especímenes indistintamente homologados por las universales corrientes epidémicas.

En clara connivencia con la revolución urbana que tuvo lugar a lo largo del siglo XX, las profundas y decisivas transformaciones sufridas durante las últimas décadas por el modelo tradicional de la familia que seguramente podemos llamar polinuclear (los abuelos alrededor de los cuales, como si se tratase del astro sol, orbitaban los diferentes hijos de uno y otro sexo acompañados de su propio núcleo secundario –el cónyuge y la progenie habida con el mismo–, a cuya luz se aproximaban luego, sin solución de continuidad, los núcleos conformados por esos hijos y sus descendientes) dieron lugar primero a las familias estrictamente mononucleares, de las que progresivamente han derivado –siguiendo la cada vez más rápida evolución de roles, sentimientos y valores– las ahora llamadas monoparentales, que corren parejas con el creciente número de individuos cuyo núcleo familiar son exclusivamente ellos mismos, modelo absolutamente en auge en todo tipo de sociedades urbanas y que viene trasladándose con sorprendente naturalidad a los ámbitos que todavía conservan ciertos rasgos de carácter rural, apoyándose incluso en la frecuente creación de residencias para personas mayores en muchos pequeños y medianos núcleos de población, recursos asistenciales que facilitan extraordinariamente la rápida modificación de los estilos de vida –ya no sólo en las grandes urbes, donde la temible movilidad y el ritmo cotidiano, las condiciones laborales, las tendencias consumistas, la delictiva manipulación del ocio, la uniformidad cuando no la planitud ideológica, la fragmentación primero y la liquidación después de los modos y lenguajes de comunicación interpersonal han propiciado la individuación más descarnada e intransitiva– y por tanto el avance rampante de la desconexión intergeneracional, fomentando con saña desmedida la desaparición no sólo de las referencias vinculadas con el origen geográfico, familiar y social –la identidad microcultural, en definitiva, que ya precisa tan doloroso reduccionismo incluso cuando se trata de otros países, consecuencia nefasta de la omnímoda globalización–, sino también de cualquier rasgo verdaderamente diferenciador de la personalidad que pudiera resistir los persistentes, subrepticios y eficacísimos ataques de la feroz aculturación que identifica y define el desalentador medio social en que ahora mismo respiramos a duras penas, si bien los más jóvenes parecen estar en su elemento, probablemente porque no han llegado a tiempo de conocer otro.

En estas circunstancias o contexto (que está muy por encima de cualquier inoportuno lamento o persistente desafección, pero que quizá convenga describir de vez en cuando con la mayor precisión posible para evitar derivas todavía mayores), acaso no tenga ya sentido el viejo rito del retrato personal o de grupo –fuese copia insidiosa o simulación delicuescente– y sí lo puedan llegar a tener los intentos de aproximación a las apariencias, por lo general estereotipadas e indistintas, de los vastos colectivos físicamente individuados –pero anímicamente proclives a la intercambiabilidad difusa– que pueblan y transitan de manera masiva la mayoría de los clónicos escenarios sociales (ya que los personales han desaparecido casi por completo) característicos del llamado primer mundo.

Resulta completamente lógico que, para captar tales apariencias, un retratista de su tiempo como sin duda lo es Juan Zurita recurra al artificio, tan directo como nada complaciente, de utilizar imágenes abstraídas mecánicamente de las frías e insaciables entrañas –voraces cuanto displicentes– de ese tiempo real que fluye sin descanso en los ojos, las calles, los centros comerciales, las estaciones y los aeropuertos, los garitos oscuros y las cafeterías, los templos del placer y el entretenimiento, la plaga de neones, músicas y mensajes que mitigan u ocultan el discurrir acerbo de la más multitudinaria soledad que imaginarse pueda, compartida, eso sí, con todo el universo conocido a través de infinitas pantallas digitales que muestran impertérritas la presencia fluyente de seres con historias, emociones y sueños que ignoraremos siempre y que con el transcurso fatal de las imágenes se diluyen y afilan, se adelgazan, se tornan perfiles quebradizos impregnados a veces de una luz refulgente que apenas permanece el tiempo imprescindible para garantizar el más perfecto olvido.

En los videos que capta casi azarosamente y muestra sin recato, como prueba palmaria de sus inacabadas batallas contra el tiempo, guarda el fértil substrato visual del que rescata siempre –mediante un minucioso ejercicio de coagulación imaginaria– las figuras anónimas y apenas discernibles más allá de las formas, el movimiento, el gesto, y los estereotipos de indumento y edades, generalmente jóvenes en grupo reducido o por parejas del mismo u otro sexo –bicicletas, mochilas, móviles, fantasías, absurdas esperanzas de poder y dinero– (aunque también adultos solitarios o pandillas ambiguas sin propósito claro) que transitan o esperan o llegan o se marchan, en los primeros tiempos con notable firmeza ante ese contraluz perenne del instante, luego difuminados entre luces adversas que no iluminan nada salvo la vacuidad y finalmente insertos en perfiles fluyentes de aspecto antropomorfo –microcircuitos fúlgidos, redes intermitentes, sinapsis cerebrales– que podrían anunciar la dilución completa en esas insalubres atmósferas sociales donde toda la luz de los escaparates –sólo estrechas peceras frenando la insolencia de las mercaderías– y todos los sonidos pugnando por vencer al pertinaz silencio que anuncia la congoja y todas las consignas repetidas sin tregua en rótulos, carteles, videos, audios, discursos, noticias, oraciones, remarcan inclementes la total anonimia de los protagonistas de un relato perfecto en que cualquiera puede asumir el papel que mejor se acomode a sus propios deseos, con la seguridad de que ningún conflicto decisivo complicará una trama donde los personajes, aquejados sin duda de las mismas pasiones, sólo se diferencian por la siempre aleatoria identificación numérica precedida de letras en el orden preciso para expandir la serie y permitir que fluya interminablemente.

Rafael Ordóñez Fernández
Catálogo: "Human cartography"

 

©2020 Juan Zurita Benedicto